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domingo, 22 de febrero de 2015

49. [Homilía] El Cristo penitente

Rupnik, Icono en Mosaico, Santuario San Padre Pío de Pietrelcina, San Giovanni Rotondo

Queridos hermanos: adoremos a Cristo, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió. Dios nuestro Padre, quien es siempre fiel a su Palabra, ha cumplido hoy sus votos. Él ha hecho una alianza perpetua (Gn 9, 8-15) que está siempre presente a sus ojos. El pecado no tendrá la victoria sobre la humanidad, sino que él mismo proveerá el remedio y el auxilio para rescatarla de la destrucción del mal. Pero, ¿qué remedio nos ha dado? ¿qué misterio encierra el agua, qué misterio encierra el arco iris, qué significa la promesa de una nueva indulgencia frente a la injusticia y al pecado?

Hoy contemplamos, en el Evangelio de Marcos (Mc 1, 12-15), a Jesús, el Cristo orante y penitente. Él mismo ha sido enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo, lleno de amor a la humanidad, para salvar a los hombres pecadores, injustos como somos, y llevarnos a Dios (1 Pe, 3, 18-22). Ha iniciado un camino que nos alcanza la reconciliación con el Padre, el don de llegar a ser hijos suyos, templos de su Espíritu y coherederos de su reino. Este es el motivo por el cual el Hijo de Dios, se hizo hombre como nosotros, para que nosotros pudiéramos vencer el mal y el pecado por medio de su gracia. Así, Dios no destruiría más a la humanidad sino que destruiría al mal y al pecado que hay en ella, a través de su muerte: a través de un nuevo signo, de una nueva agua, y de una luz perfecta que cubre los cielos.

La cuaresma nos prepara para la semana de la Pasión, en la que Jesús muere por nosotros y resucita, venciendo a las tinieblas y purificándonos por un agua nueva, un agua viva como él: el agua que brota de su costado abierto y que se vuelve la fuente del bautismo. Si en otro tiempo Dios abrió el cielo para dejar caer lluvias torrenciales, ahora, el cielo mismo, Jesús, ha abierto su costado como fuente inagotable de misericordia para el mundo entero. Él alzado sobre el monte y con los brazos abiertos en la cruz traza el signo indeleble de la alianza, un signo de luz en medio de la tempestad. En verdad que el agua del diluvio era figura del agua que brotaría del costado abierto de Jesús, un agua que no conlleva la muerte de los injustos sino la muerte del justo para la salvación de los injustos, un agua que es figura del bautismo (1 Pe 3, 20), que nos salva y nos une a Jesús muerto y resucitado.

Hoy, Él movido por el Espíritu, lleno de amor a su Padre y a su plan de salvación se dirige al desierto en donde hace penitencia por nosotros. El Cristo Penitente se enfrenta al demonio y lo vence. Y esta batalla, que Cristo libra a través de su oración y penitencia durante 40 días y 40 noches es el preludio de su pasión que será su victoria definitiva contra el demonio, contra el mundo, contra la carne. Y la Iglesia que es el cuerpo de Cristo y somos todos nosotros, para conmemorar la Pascua y el don de la vida nueva en Dios, se prepara uniéndose más insistentemente al Cristo orante y penitente.

Así como él, antes de su ministerio público, antes de ofrecer su sacrificio redentor, se preparó por la penitencia, el ayuno y la oración para luchar contra el pecado, nosotros también nos unimos a su corazón penitente para vencer al pecado en nuestras vidas, en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestra ciudad, en nuestra Patria y en todo el mundo. Oremos y ayunemos unidos al Cristo penitente que nos precede en la lucha contra el demonio y confiemos en su victoria y no en nuestras fuerzas. Confiemos en que nuestro ayuno y oración, si los hacemos unidos a la vid, a Cristo, con actitud humilde y corazón contrito, con la fuerza de su gracia, nos alcanzará la victoria de la fe.

Jesús, el Cristo penitente, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió, nos conduce con paciencia y dulzura a renovar con libertad y gozo el don de nuestro Bautismo en la santa noche de la pascua. A esto nos invita hoy Jesús. Él nos dice ¡Arrepiéntanse y crean en el Evangelio! (Mc 1,15) Creamos en Él, en su amor eterno, en su ternura eterna (Sal 24), en su sacrificio redentor y en su resurrección victoriosa. Arrepintámonos de nuestros pecados y enderecemos nuestros caminos con un examen de conciencia sereno y ponderado ante Dios y con el deseo de vivir como hijos suyos. Ofrezcamos con gran gratitud el santo sacrificio de Jesús, y renovemos la alianza con el Padre, contemplando el corazón abierto de Jesús del que brotó el agua de nuestra salvación, y la sangre que se ofrece en este altar, sangre de la nueva y eterna alianza.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

I DOMINGO CUARESMA, CICLO B, 22 DE FEBRERO DE 2015

sábado, 14 de febrero de 2015

48. [Homilía] Soy un leproso errante

Cristo cura al leproso, Rupnik, Santuario de San Pío de Pietrelcina, San Giovanni Rotondo

Queridos amigos: este domingo la Palabra de Dios nos lleva de la mano para conducirnos a contemplar a Jesús y agradecer la obra que ha realizado en favor de la humanidad, en favor tuyo y en favor mío. Él mismo nos quiere explicar lo que quiere hacer con notros en esta Eucaristía y cada día de nuestra vida.

En primer lugar, hemos escuchado en el libro del Levítico (Lev 12, 1-2.44-46), una serie de instrucciones que Dios dirige a Moisés en relación a los leprosos: cuando en alguna persona se vean los signos de la lepra, los síntomas, ella será declarada impura por los sacerdotes; se le impondrá una forma de vestir, propia de los penitentes, y se le excluirá de la comunidad, condenándole a vivir en soledad, aislado de los demás.

En nuestros días este modo de proceder nos puede parecer extraño e incluso inhumano. Pero tratemos de entender lo que nos dice. Por un lado, si consideramos que se trata de una enfermedad sumamente contagiosa, el sentido de la ley era preservar de la enfermedad a la comunidad, evitar el contagio, contener su poder destructivo. Pero, por otro lado, esta enfermedad, como el resto de las experiencias en el pueblo de Dios, se interpretaba desde una vivencia profunda de Fe en el Dios de la alianza, que actuaba en favor de su pueblo y que lo cuidaba.

De este modo, la enfermedad, señalaba algo más: la impureza. Hoy podemos decir que la lepra, señalaba la impureza quizá no de este hombre en particular, sino del hombre, de la humanidad, la herida de su pecado. Y no sólo señalaba la fuerza destructiva del pecado en una persona, sino también en una comunidad, y por ello, se mandaba la exclusión, la expulsión de la ciudad. Señalaba el aislamiento que el pecado genera, la clausura a la comunión y la penitencia necesaria. En este sentido, podemos decir que el leproso es un profeta, porque nos anuncia la lepra que todos llevamos en el corazón.

Jesús conocía muy bien la ley, porque él era su autor, y conoce al hombre como se conoce a sí mismo, con profundidad y extensión. Él sabe perfectamente la altura de la vocación del hombre y  el fundamento firme de su dignidad, pero, también sabe la capacidad destructiva que el pecado tiene para corromper, lesionar, lastimar al hombre, frustrar su vocación y someterlo a una vida indigna hasta lo impensable.

Hoy, mis hermanos, contemplemos al Hijo de Dios que se hizo hombre para poder ser alcanzado por todos nosotros quienes llevamos lepra y peores cosas en el alma (Mt 1, 40-45). Él se deja encontrar por nosotros, para eso ha venido, para sanar, purificar, recrear nuestros corazones. El primer paso Él lo ha dado, descendiendo a nosotros, ahora es necesario que impulsados por la fe en su poder para liberarnos, nosotros demos el siguiente paso: el arrepentimiento. El leproso soy yo, eres tú, somos todos, es mi pueblo, es tu pueblo.

Aprendamos de nuestro hermano en la lepra: él nos muestra con sus gestos la actitud del corazón que necesitamos. El leproso es nuestro maestro, nos da ejemplo: nos enseña a elevar la mirada, a dejar de mirar nuestra enfermedad, dejar de contemplar nuestras carencias, nuestras derrotas, nuestras miserias, necesitamos mirarlo a Él, gritarle a Él, acercarnos a Él, al Cristo, al Señor, y postrarnos en su presencia, adorarlo, reconocer su poder, confesar su autoridad, su amor, su misericordia, suplicarle de rodillas que sane nuestro corazón, nuestra alma, que nos haga capaces de amar y de servir con libertad, con totalidad. El corazón, mis hermanos, en el corazón está la lepra, esa dureza que nos excluye, que no aísla, nos esclaviza y no nos deja amar a Dios nuestro Padre como verdaderos Hijos, ni nos deja amar a nuestros hermanos como Jesús nos amó, hasta el extremo, hasta la entrega definitiva. 

Jesús, mis amigos, es la compasión, la misericordia de Dios que nos alcanza, que quiere con amor profundo a cada hombre y a todos los hombres y que sana a cuantos se acerquen a Él para restablecerlos y llevarlos a vivir con pleno derecho a la casa de su Padre.  Hoy, mis hermanos, Jesús se acerca a nosotros en esta liturgia. Abramos el corazón y digamos con humildad: Yo soy el leproso. Mi pueblo tiene lepra. Adorémoslo, y supliquémosle. No tengamos miedo en confesar nuestra lepra. Es precisamente porque soy leproso que puedo ser profeta: profeta del perdón, de la misericordia, del poder de Dios. Es siendo leproso que puedo ser dichoso y decir a Jesús: tú perdonaste mi culpa y mi pecado (Sal 31), me has sepultado el delito  y me llenas el corazón de gozo, ahora puedo seguir tu ejemplo, y buscar no mi propio bien sino el de la mayoría, para que se salven, (1 Cor 10, 31-11,1) porque tu me has salvado.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

VI DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 15 DE FEBRERO DE 2015

jueves, 12 de febrero de 2015

47. [Homilía] Servicio Militar

Daniel Mitsui, La batalla

Queridos hermanos: el Evangelio que hemos proclamado (Mt 1, 29-39) nos trae a la memoria la actividad de Jesús, actividad que realizó durante su ministerio en el tiempo de su vida mortal y que sigue realizando en la vida de la Iglesia de modo misterioso.

Pongamos atención y veamos los detalles: Jesús sale de la sinagoga y visita la casa de Simón y Andrés. Fíjense bien que Jesús visita la casa de sus amigos. Entra en ella y observa, escucha, está atento de las necesidades, y su presencia se deja sentir enseguida. Rápidamente le notifican que la suegra de Pedro se encuentra con fiebre. Observemos un dato: Jesús sabía bien de la situación de la mujer, pues no hay cosa oculta a sus ojos, pero permitió que le fueran a contar, a suplicar, a interceder.

Esto mis queridos amigos, se cumple en nuestras vidas, cuando el Señor se presenta y toca la puerta de nuestro corazón diciendo: «he aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre la puerta entraré a cenar con él» (Ap 3,12). Él nos ha elegido y nos ama con amor profundo, un amor eterno y muy cercano, un amor de la más santa y perfecta amistad. Él como con Simón quiere visitar nuestra casa, la casa del amigo. Y aquí, quiero decirles que por casa podemos entender varias cosas.

En primer lugar quiere visitar nuestra alma, habitar en ella, observar, escuchar, atender nuestras necesidades y dejar sentir su presencia.  Él conoce bien las circunstancias de nuestra alma pero también quiere que nosotros recurramos a Él con humildad a manifestarle nuestras carencias, nuestras miserias, presentarle nuestras luchas y nuestra enfermedad. Y también quiere que intercedamos por otros, que supliquemos con fe.

La suegra de Pedro luchaba contra la fiebre, ella se encontraba postrada, en un esfuerzo continuo por sanar, agobiada. Y en ella estamos representados todos. Nosotros también luchamos contra la fiebre, a veces postrados en un esfuerzo continuo por sanar. Luchamos contra nuestros pecados, contra nuestros defectos, contra todo aquello que no permite que nuestro corazón sea libre para amar a Dios y al prójimo. Y también somos testigos de las luchas de nuestros prójimos, a veces realmente devastadoras.

Pero el Señor sabe muy bien que la vida del hombre en la tierra es como un servicio militar (Job 7, 1) y que en la batalla ardua en la que nos encontramos solamente su gracia puede sanarnos,  levantarnos y darnos victoria.  ¿Quién puede ir al servicio militar, al frente, estando enfermo? Nadie puede, y, sin embargo, Él no nos abandona a la derrota sino que carga nuestros dolores (Mt 8, 17) y pelea nuestras batallas. Se acerca y nos toma de la mano, nos toca, nos levanta, nos restablece y hace libres nuestros corazones para el amor, para la oración, para el servicio. Nos hace participar de su victoria, la victoria del amor.

La suegra de Pedro se levantó y se puso a servirles, pues el Señor la había sanado y la había liberado de sí misma para darse a los demás. Esto mismo, mis hermanos, experimentó San Pablo, cuando el Señor lo sanó y lo liberó para servir como ministro del Evangelio. Su corazón tan libre y tan grande, lleno de amor lo impulsó a hacerse esclavo de todos para ganarlos a todos para Cristo (1 Co 9, 16-19) en la lucha por el Evangelio. En él se significa la experiencia del discípulo que ha visto al Señor en su corazón y se ha dejado sanar por él con humildad, y habiendo sido adquirido en el amor no puede hacer otra cosa que servir a Jesús y a su reino, como en una dulce obligación.

Pero, la casa, además de representar el alma, también representa todo lo nuestro, todas las realidades humanas en las que Jesús quiere reinar y que se encuentran sometidas también a distintas luchas y enfermedades. La casa representa tu familia y mi familia, mi comunidad, nuestra Parroquia, nuestra Arquidiócesis, nuestra Ciudad, nuestra Patria. Aquí también Jesús quiere entrar para sanar, reparar, reconstruir, y darnos libertad. Aquí Jesús quiere hacer presente su reino, en tu corazón, en tu casa, en nuestra parroquia, en nuestra Arquidiócesis, en nuestra ciudad, en nuestra patria y en todo el mundo. Aquí también, nosotros nos encontramos en servicio militar, en ardua lucha, para suplicar por toda realidad postrada y enferma al único que puede salvarnos y para ponernos, con su ayuda, al servicio del prójimo necesitado.


Hagamos oración, mis amigos, por cada uno de nosotros para que el Señor entre a nuestro corazón y nos libere de las cadenas que no nos dejan servir, principalmente de la fiebre del egoísmo. Oremos fervorosamente para que el Señor entre en nuestra familia y nos ayude a sanar todas aquellas enfermedades que pudiera haber: enemistades, resentimientos, divisiones, envidias, etc; para que en nuestra familia se manifieste siempre el amor y la paz de Dios. Hagamos oración por nuestra ciudad y por nuestra patria que se encuentra también postrada en una gran fiebre de violencia contra la vida, de injusticia y de inmoralidad para que el Señor Jesús nos salve a todos con la fuerza de su Espíritu y nos lleve al Padre misericordioso, que nos quiere heredar su reino y darnos la victoria de la fe. Ofrezcamos todos juntos el sacrificio de Jesús, que vence todo mal y sana todo.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 8 DE FEBRERO DE 2015

domingo, 1 de febrero de 2015

46. [Homilía] Un profeta como yo



Queridos hermanos: hoy, reunidos frente al altar sagrado para ofrecer a Dios nuestro Padre el sacrificio de Jesús, que conmemora su pasión y su gloriosa resurrección, hemos escuchado un fragmento importante de uno de los discursos que Moisés dirigió al pueblo y que se encuentran en el libro del Deuteronomio. 

El libro del Deuteronomio recoge los grandes discursos de Moisés, que forman parte de la ley y que se volvieron el criterio de discernimiento que Israel tenía para conocer la voluntad de Dios. Este texto, es parte de un discurso de despedida, y, por tanto, cobra una gran importancia, pues se trata de las últimas palabras de Moisés, de la segunda ley,  la última ley, las últimas recomendaciones. 

Allí Moisés le promete a su pueblo, que en su ausencia, Dios no los abandonará: «El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán.» (Dt 18,15). Hoy contemplamos un hecho maravilloso: el Dios de las promesas firmes hizo una promesa solemne a Moisés, de la que da testimonio el texto sagrado: «Yo haré surgir en medio de sus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo.» (Dt 18, 18)

Dios se comprometió con Moisés, y con su pueblo. Pero, ¿qué prometió? ciertamente prometió enviarles otro profeta, pero no sólo otro profeta, porque dice la escritura en el mismo libro que  «no surgió en Israel otro profeta como Moisés» (Dt, 34, 4), es decir, a pesar de la promesa,  no hubo nadie como él, aunque ciertamente Dios suscitó otros profetas importantes y notables. De modo que prometió enviarles algo más grande que un profeta, un profeta semejante a Moisés un mediador tan importante como él. Pero, ¿quién es Moisés? ¿Qué significa un nuevo Moisés? ¿Por qué él es grande? ¿De qué altura estamos hablando? ¿En qué consiste esta semejanza? Pensemos en Moisés.

1. Moisés fue el mediador de la ley y de la alianza. Así, Dios prometía a Moisés enviar un nuevo mediador de la ley, uno que tendría su autoridad como mediador de la ley perfecta, fundada ya no en el temor sino en el amor, quien sería también mediador de una alianza perfecta, consignada no con la sangre de animales sino mediante un acontecimiento nuevo, velado todavía a la mirada de Moisés pero presente ya en la mirada providente de Dios. Pero, toda la vida de Israel se fundaba en la ley y la alianza, ¿cómo es que se habla de un nuevo Moisés? la promesa, entonces, refiere a una renovación total en la vida de Israel. Vendría uno, que puede poner nuevos cimientos a la vida del pueblo, no destruyendo los anteriores, sino llevándolos a plenitud (Mt 5, 17). 

2. Pero Moisés es todavía más, fue el liberador de su pueblo. Moisés liberó con la fuerza de Dios, con brazo extendido y mano poderosa a Israel de la dominación de Egipto. Así, con esta promesa Dios anuncia también un nuevo Éxodo, una nueva Pascua, que acontecería en el misterioso designio de Dios. El Éxodo es la «salida», y la «Pascua«» es el «paso», de modo que la promesa de Dios indica suscitar en medio de Israel un profeta que haga «pasar» al pueblo de una situación de esclavitud a una situación de «libertad», de una situación de encarcelamiento a su «salida», para poder ofrecer a Dios un culto adecuado (Ex 3, 18; 5,4; 8, 17) y vivir de acuerdo a su voluntad

3. Pero, ni siquiera, esto agota la importancia de Moisés. Benedicto XVI,  meditando sobre este texto nos dice que lo más importante de Moisés era su amistad con Dios: había tratado con el Señor «cara a cara»; había hablado con el Señor como el amigo con el amigo (cf. Ex 33, 11). Moisés es el amigo de Dios, quien habla con Él francamente y por eso puede ser mediador, liberador y redentor porque permanece siempre en Él. De modo que la promesa que Dios le hizo a Moisés fue suscitar un mediador que permaneciera siempre en su presencia, que tratara con Él cara a cara y que hablara con él como lo hace el amigo con el amigo, de tal modo que lleno de sus palabras y con su fuerza podría ser mediador perfecto para liberar, interceder, redimir y revelar.

* Hoy en el Evangelio de Marcos hemos visto el cumplimiento de esta promesa. Jesús, en medio de sus hermanos, en la sinagoga y cumpliendo la ley, enseña. Y enseña con autoridad, su autoridad le viene precisamente de su amistad con Dios, de que habla con él cara a cara, como habla el amigo con el amigo, el hijo con su Padre. Es una autoridad privilegiada, nunca se había visto tal autoridad, el caso semejante en la historia es Moisés, pero aún Moisés recibía su autoridad de otro quien era siempre trascendente, en cambio Jesús, aunque recibe su autoridad de otro que lo ha enviado, el Padre, la tiene como algo propio, que deriva de su ser Hijo. La autoridad de Jesús, entonces, es semejante a la de Moisés en cuanto a que se funda en la amistad de Dios, pero es infinitamente tanto más perfecta, cuanto su amistad con Dios es totalmente plena, profunda y eterna, porque es un amor y una presencia que existe desde siempre y por siempre: Él está en el Padre como Hijo, en la unidad del Espíritu Santo, que es el Amor Eterno. 

Hoy, Dios da cumplimiento a su promesa con sobreabundancia porque  si en otro tiempo ni siquiera Moisés, el amigo de Dios, pudo contemplar el rostro de Dios por más que lo pidió y vio sólo su espalda, ahora el Hijo, quien está siempre en la presencia del Padre, no sólo ha visto su rostro, sino que quienes lo ven a Él, ven el rostro del Padre.  Así, Dios mismo, fiel a sus promesas, nos presenta a su Hijo, quien no sólo hablará palabras divinas, sino que Él mismo es su presencia en medio de nosotros. Él mismo es la Palabra hecha carne para nuestra salvación, Palabra que abre nuestras mentes al conocimiento de Dios y nuestros corazones a la nueva ley, que ya no está escrita en piedra, sino en nuestras almas con la gracia del Espíritu Santo que nos comunica el amor de Dios, plenitud de todo mandamiento y de toda vida.

Si Moisés nos dio a conocer las espaldas de Dios y nos reveló la ley, Jesús nos muestra el rostro del Padre y nos da la nueva ley, la ley del amor perfecto, hasta el sacrificio de sí mismo. Si Moisés hablaba con Dios como su amigo, Jesús, desde siempre y por siempre vive en eterno diálogo con Él como su Hijo unigénito. Si Moisés consignó la alianza del pueblo con Dios a través de la sangre de animales, Jesús consignó la nueva y eterna alianza con la humanidad a través de su propia sangre santísima. Si Moisés le dio órdenes al faraón para que dejara salir a Israel de Egipto, Jesús hoy da órdenes a los demonios, y éstos se le someten. Si Moisés liberó a Israel de la opresión y lo hizo pasar por el mar rojo, Jesús nos libera del pecado, sometiendo al demonio, y destruyendo su dominio en las aguas de la salvación que brotan de su costado abierto. Si Moisés fue mediador del Maná, pan del cielo, hoy Jesús se hace  pan partido para nosotros.

Hoy damos gracias a Dios, Nuestro Padre, por que ha enviado a su Hijo, y le ofrecemos en adoración al mismo Hijo que nos ha entregado para nuestra salvación, pidiéndole que también nosotros, por el ministerio de Jesús, podamos vivir constantemente y sin distracciones (Co 7, 35) en presencia suya, hablar con él cara a cara, como habla un amigo con su amigo, como habla un Hijo con su Padre. Acerquémonos a Jesús quien es nuestro mediador con el Padre, y en él descubramos la alianza que nos  hace hijos y que nos llena de Esperanza.


IV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 1 DE FEBRERO DE 2015