Daniel Mitsui, La batalla |
Queridos hermanos: el Evangelio
que hemos proclamado (Mt 1, 29-39) nos trae a la memoria la actividad de Jesús,
actividad que realizó durante su ministerio en el tiempo de su vida mortal y
que sigue realizando en la vida de la Iglesia de modo misterioso.
Pongamos atención y veamos los
detalles: Jesús sale de la sinagoga y visita la casa de Simón y Andrés. Fíjense
bien que Jesús visita la casa de sus amigos. Entra en ella y observa, escucha,
está atento de las necesidades, y su presencia se deja sentir enseguida.
Rápidamente le notifican que la suegra de Pedro se encuentra con fiebre. Observemos
un dato: Jesús sabía bien de la situación de la mujer, pues no hay cosa
oculta a sus ojos, pero permitió que le fueran a contar, a suplicar, a interceder.
Esto mis queridos amigos, se
cumple en nuestras vidas, cuando el Señor se presenta y toca la puerta de
nuestro corazón diciendo: «he aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguno
escucha mi voz y me abre la puerta entraré a cenar con él» (Ap 3,12). Él nos ha elegido y
nos ama con amor profundo, un amor eterno y muy cercano, un amor de la más
santa y perfecta amistad. Él como con Simón quiere visitar nuestra casa, la casa del amigo. Y
aquí, quiero decirles que por casa podemos entender varias cosas.
En primer lugar quiere visitar nuestra alma, habitar en
ella, observar, escuchar, atender nuestras necesidades y dejar sentir su
presencia. Él conoce bien las
circunstancias de nuestra alma pero también quiere que nosotros recurramos a Él
con humildad a manifestarle nuestras carencias, nuestras miserias, presentarle
nuestras luchas y nuestra enfermedad. Y también quiere que intercedamos por otros, que supliquemos con fe.
La suegra de Pedro luchaba contra la fiebre, ella se
encontraba postrada, en un esfuerzo continuo por sanar, agobiada. Y en ella
estamos representados todos. Nosotros también luchamos contra la fiebre, a
veces postrados en un esfuerzo continuo por sanar. Luchamos contra nuestros
pecados, contra nuestros defectos, contra todo aquello que no permite que
nuestro corazón sea libre para amar a Dios y al prójimo. Y también somos testigos de las luchas de nuestros prójimos, a veces realmente devastadoras.
Pero el Señor sabe muy bien que
la vida del hombre en la tierra es como un servicio militar (Job 7, 1) y que en
la batalla ardua en la que nos encontramos solamente su gracia puede sanarnos, levantarnos y darnos victoria. ¿Quién puede ir al servicio militar, al frente, estando enfermo?
Nadie puede, y, sin embargo, Él no nos abandona a la derrota sino que carga
nuestros dolores (Mt 8, 17) y pelea nuestras batallas. Se acerca y nos toma de
la mano, nos toca, nos levanta, nos restablece y hace libres nuestros corazones
para el amor, para la oración, para el servicio. Nos hace participar de su victoria, la victoria del amor.
La suegra de Pedro se levantó y
se puso a servirles, pues el Señor la había sanado y la había liberado de sí
misma para darse a los demás. Esto mismo, mis hermanos, experimentó San Pablo,
cuando el Señor lo sanó y lo liberó para servir como ministro del Evangelio. Su
corazón tan libre y tan grande, lleno de amor lo impulsó a hacerse esclavo de
todos para ganarlos a todos para Cristo (1 Co 9, 16-19) en la lucha por el Evangelio. En él se significa la
experiencia del discípulo que ha visto al Señor en su corazón y se ha dejado
sanar por él con humildad, y habiendo sido adquirido en el amor no puede hacer
otra cosa que servir a Jesús y a su reino, como en una dulce obligación.
Pero, la casa, además de
representar el alma, también representa todo lo nuestro, todas las realidades
humanas en las que Jesús quiere reinar y que se encuentran sometidas también a
distintas luchas y enfermedades. La casa representa tu familia y mi familia, mi
comunidad, nuestra Parroquia, nuestra Arquidiócesis, nuestra Ciudad, nuestra
Patria. Aquí también Jesús quiere entrar para sanar, reparar, reconstruir, y
darnos libertad. Aquí Jesús quiere hacer presente su reino, en tu corazón, en
tu casa, en nuestra parroquia, en nuestra Arquidiócesis, en nuestra ciudad, en
nuestra patria y en todo el mundo. Aquí también, nosotros nos encontramos en servicio militar, en ardua lucha, para suplicar por toda realidad postrada y enferma al único que puede salvarnos y para ponernos, con su ayuda, al servicio del prójimo necesitado.
Hagamos oración, mis amigos, por
cada uno de nosotros para que el Señor entre a nuestro corazón y nos libere de
las cadenas que no nos dejan servir, principalmente de la fiebre del egoísmo. Oremos
fervorosamente para que el Señor entre en nuestra familia y nos ayude a sanar
todas aquellas enfermedades que pudiera haber: enemistades, resentimientos,
divisiones, envidias, etc; para que en nuestra familia se manifieste siempre el
amor y la paz de Dios. Hagamos oración por nuestra ciudad y por nuestra patria
que se encuentra también postrada en una gran fiebre de violencia contra la
vida, de injusticia y de inmoralidad para que el Señor Jesús nos salve a todos
con la fuerza de su Espíritu y nos lleve al Padre misericordioso, que nos quiere heredar su reino y darnos la victoria de la fe. Ofrezcamos todos juntos el sacrificio de Jesús, que vence todo mal y sana todo.
+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 8 DE FEBRERO DE 2015
V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 8 DE FEBRERO DE 2015
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