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domingo, 1 de febrero de 2015

46. [Homilía] Un profeta como yo



Queridos hermanos: hoy, reunidos frente al altar sagrado para ofrecer a Dios nuestro Padre el sacrificio de Jesús, que conmemora su pasión y su gloriosa resurrección, hemos escuchado un fragmento importante de uno de los discursos que Moisés dirigió al pueblo y que se encuentran en el libro del Deuteronomio. 

El libro del Deuteronomio recoge los grandes discursos de Moisés, que forman parte de la ley y que se volvieron el criterio de discernimiento que Israel tenía para conocer la voluntad de Dios. Este texto, es parte de un discurso de despedida, y, por tanto, cobra una gran importancia, pues se trata de las últimas palabras de Moisés, de la segunda ley,  la última ley, las últimas recomendaciones. 

Allí Moisés le promete a su pueblo, que en su ausencia, Dios no los abandonará: «El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán.» (Dt 18,15). Hoy contemplamos un hecho maravilloso: el Dios de las promesas firmes hizo una promesa solemne a Moisés, de la que da testimonio el texto sagrado: «Yo haré surgir en medio de sus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo.» (Dt 18, 18)

Dios se comprometió con Moisés, y con su pueblo. Pero, ¿qué prometió? ciertamente prometió enviarles otro profeta, pero no sólo otro profeta, porque dice la escritura en el mismo libro que  «no surgió en Israel otro profeta como Moisés» (Dt, 34, 4), es decir, a pesar de la promesa,  no hubo nadie como él, aunque ciertamente Dios suscitó otros profetas importantes y notables. De modo que prometió enviarles algo más grande que un profeta, un profeta semejante a Moisés un mediador tan importante como él. Pero, ¿quién es Moisés? ¿Qué significa un nuevo Moisés? ¿Por qué él es grande? ¿De qué altura estamos hablando? ¿En qué consiste esta semejanza? Pensemos en Moisés.

1. Moisés fue el mediador de la ley y de la alianza. Así, Dios prometía a Moisés enviar un nuevo mediador de la ley, uno que tendría su autoridad como mediador de la ley perfecta, fundada ya no en el temor sino en el amor, quien sería también mediador de una alianza perfecta, consignada no con la sangre de animales sino mediante un acontecimiento nuevo, velado todavía a la mirada de Moisés pero presente ya en la mirada providente de Dios. Pero, toda la vida de Israel se fundaba en la ley y la alianza, ¿cómo es que se habla de un nuevo Moisés? la promesa, entonces, refiere a una renovación total en la vida de Israel. Vendría uno, que puede poner nuevos cimientos a la vida del pueblo, no destruyendo los anteriores, sino llevándolos a plenitud (Mt 5, 17). 

2. Pero Moisés es todavía más, fue el liberador de su pueblo. Moisés liberó con la fuerza de Dios, con brazo extendido y mano poderosa a Israel de la dominación de Egipto. Así, con esta promesa Dios anuncia también un nuevo Éxodo, una nueva Pascua, que acontecería en el misterioso designio de Dios. El Éxodo es la «salida», y la «Pascua«» es el «paso», de modo que la promesa de Dios indica suscitar en medio de Israel un profeta que haga «pasar» al pueblo de una situación de esclavitud a una situación de «libertad», de una situación de encarcelamiento a su «salida», para poder ofrecer a Dios un culto adecuado (Ex 3, 18; 5,4; 8, 17) y vivir de acuerdo a su voluntad

3. Pero, ni siquiera, esto agota la importancia de Moisés. Benedicto XVI,  meditando sobre este texto nos dice que lo más importante de Moisés era su amistad con Dios: había tratado con el Señor «cara a cara»; había hablado con el Señor como el amigo con el amigo (cf. Ex 33, 11). Moisés es el amigo de Dios, quien habla con Él francamente y por eso puede ser mediador, liberador y redentor porque permanece siempre en Él. De modo que la promesa que Dios le hizo a Moisés fue suscitar un mediador que permaneciera siempre en su presencia, que tratara con Él cara a cara y que hablara con él como lo hace el amigo con el amigo, de tal modo que lleno de sus palabras y con su fuerza podría ser mediador perfecto para liberar, interceder, redimir y revelar.

* Hoy en el Evangelio de Marcos hemos visto el cumplimiento de esta promesa. Jesús, en medio de sus hermanos, en la sinagoga y cumpliendo la ley, enseña. Y enseña con autoridad, su autoridad le viene precisamente de su amistad con Dios, de que habla con él cara a cara, como habla el amigo con el amigo, el hijo con su Padre. Es una autoridad privilegiada, nunca se había visto tal autoridad, el caso semejante en la historia es Moisés, pero aún Moisés recibía su autoridad de otro quien era siempre trascendente, en cambio Jesús, aunque recibe su autoridad de otro que lo ha enviado, el Padre, la tiene como algo propio, que deriva de su ser Hijo. La autoridad de Jesús, entonces, es semejante a la de Moisés en cuanto a que se funda en la amistad de Dios, pero es infinitamente tanto más perfecta, cuanto su amistad con Dios es totalmente plena, profunda y eterna, porque es un amor y una presencia que existe desde siempre y por siempre: Él está en el Padre como Hijo, en la unidad del Espíritu Santo, que es el Amor Eterno. 

Hoy, Dios da cumplimiento a su promesa con sobreabundancia porque  si en otro tiempo ni siquiera Moisés, el amigo de Dios, pudo contemplar el rostro de Dios por más que lo pidió y vio sólo su espalda, ahora el Hijo, quien está siempre en la presencia del Padre, no sólo ha visto su rostro, sino que quienes lo ven a Él, ven el rostro del Padre.  Así, Dios mismo, fiel a sus promesas, nos presenta a su Hijo, quien no sólo hablará palabras divinas, sino que Él mismo es su presencia en medio de nosotros. Él mismo es la Palabra hecha carne para nuestra salvación, Palabra que abre nuestras mentes al conocimiento de Dios y nuestros corazones a la nueva ley, que ya no está escrita en piedra, sino en nuestras almas con la gracia del Espíritu Santo que nos comunica el amor de Dios, plenitud de todo mandamiento y de toda vida.

Si Moisés nos dio a conocer las espaldas de Dios y nos reveló la ley, Jesús nos muestra el rostro del Padre y nos da la nueva ley, la ley del amor perfecto, hasta el sacrificio de sí mismo. Si Moisés hablaba con Dios como su amigo, Jesús, desde siempre y por siempre vive en eterno diálogo con Él como su Hijo unigénito. Si Moisés consignó la alianza del pueblo con Dios a través de la sangre de animales, Jesús consignó la nueva y eterna alianza con la humanidad a través de su propia sangre santísima. Si Moisés le dio órdenes al faraón para que dejara salir a Israel de Egipto, Jesús hoy da órdenes a los demonios, y éstos se le someten. Si Moisés liberó a Israel de la opresión y lo hizo pasar por el mar rojo, Jesús nos libera del pecado, sometiendo al demonio, y destruyendo su dominio en las aguas de la salvación que brotan de su costado abierto. Si Moisés fue mediador del Maná, pan del cielo, hoy Jesús se hace  pan partido para nosotros.

Hoy damos gracias a Dios, Nuestro Padre, por que ha enviado a su Hijo, y le ofrecemos en adoración al mismo Hijo que nos ha entregado para nuestra salvación, pidiéndole que también nosotros, por el ministerio de Jesús, podamos vivir constantemente y sin distracciones (Co 7, 35) en presencia suya, hablar con él cara a cara, como habla un amigo con su amigo, como habla un Hijo con su Padre. Acerquémonos a Jesús quien es nuestro mediador con el Padre, y en él descubramos la alianza que nos  hace hijos y que nos llena de Esperanza.


IV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 1 DE FEBRERO DE 2015

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