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domingo, 25 de enero de 2015

45. [Homilía] El tiempo se ha cumplido


Hace muchos años fue enviado un hombre a la ciudad de Nínive, perteneciente al territorio actual de Iráq, a llevar un mensaje de parte de Dios. El mensaje que Jonás llevaba no era una buena noticia: dentro de 40 días la ciudad sería destruida. Los habitantes del lugar entendieron que la causa de la destrucción de la ciudad era su propio pecado. Llenos de temor ante el hombre de Dios y la noticia que portaba, se reconocieron culpables delante de la justicia divina e hicieron obras de penitencia como signos del arrepentimiento interior y de sus deseos de enmendarse. Dios mismo, dice el texto sagrado, contempló estos obras penitenciales y viendo que en ellos se había suscitado la fe y que se convertían de su mala vida, decidió liberarlos del castigo y preservar a la ciudad de la destrucción. 

Queridos hermanos, delante de Dios nos hemos hecho culpables de una gran cantidad de pecados personales que han destruido nuestro corazón, nuestra capacidad de amar al prójimo y de vivir en comunidad. Nuestros pecados han dañado a otros, y han lesionado a nuestra misma comunidad humana en la que vivimos. Hoy la Palabra nos ilumina para contemplar nuestra sociedad y nuestros pueblos destruidos por el pecado, y también ver con temor nuestros corazones. Allí podemos ver que delante de la justicia divina somos culpables. Nuestros pecados han destruido incluso los dones que Dios nos ha dado, su amor, su amistad, su ternura, su cariño, los hemos despreciado y hasta a Él mismo lo hemos rechazado. Y nadie puede decir que es inocente, delante de Dios todos somos culpables, como enseña el Apóstol Pablo (Rm 3, 23). 

Y culpables como los habitantes de Nínive, podríamos esperar un castigo eterno por nuestra impiedad, e incluso un castigo temporal, que en justicia nos correspondería. Sin embargo, a nosotros también se nos ha enviado un mensajero de parte de Dios, prefigurado en Jonás, para darnos un anuncio. Pero, a diferencia del anuncio de Jonás que establecía la justicia, hoy hemos escuchado un anuncio distinto: Jesús, el Hijo eterno de Dios, nos ha comunicado una Palabra de parte de su Padre, que no sólo establece la justicia sino que establece también la gracia y la misericordia. Su anuncio, es una buena noticia, Él no habla de destrucción, sino de edificación, habla de plenitud: Se ha cumplido el tiempo, el Reino de Dios está cerca. Y sin embargo no deja de denunciar que hay una grave condición de pecado pues dice: «¡Arrepiéntanse!»

Es decir, por un lado Jesús denuncia el pecado de su pueblo, y a cada persona a la que encuentra, sabiendo que se ha hecho culpable le propone un camino de reconciliación: «¡Arrepiéntete!».  Seamos atentos en que Él mismo realiza su Palabra entre nosotros: Hoy nos invita a través de esta liturgia santa, a los actos de la penitencia como signos del arrepentimiento interior y de nuestros deseos de enmendarnos y a convertirnos de corazón. Pero no lo hace suscitando temor por el anuncio de la destrucción como lo hizo Jonás, sino que lo hace suscitando, esperanza, amor y agradecimiento por el anuncio del Evangelio, del Reino de Dios que ha llegado y que transformará todas las cosas.

Los habitantes de Nínive hablan de un tiempo que vendrá después del señalamiento del pecado, de un tiempo penitencial, que durará 40 días. Jesús también habla de un tiempo, sin embargo, no señala un tiempo que vendrá sino que dice: el tiempo se ha cumplido. Y es que Jesús ha cumplido el tiempo, ha llegado la «hora» esperada por toda la creación y anunciada por los profetas, la hora del ministerio público del Cristo, de su obra de salvación.

Esto se verifica en un detalle más que nuevamente relaciona a Jesús con Jonás: inmediatamente antes de este texto, Jesús ha pasado 40 días en el desierto, en ayuno y oración, luchando contra el demonio y haciendo penitencia por toda la humanidad. De este modo Jesús nos anuncia que en la lucha contra el pecado, en la penitencia y en la conversión, Él nos precede, nos antecede y nos abre el camino de la gracia que hace posible el arrepentimiento, el cambio de vida y la victoria de la fe. Jonás anunció el castigo y el pueblo caminó por la penitencia. Jesús caminó por la vía de la Penitencia, y anunció el Evangelio. Y de este modo se transitó de la ley a la gracia, de la justicia a la misericordia, y quien andaría en conversión siguiendo a Jesús se vería impulsado por el don del Cristo Penitente que engendra esperanza y ya no más por el temor de la ley.

No debemos nunca olvidar este misterio: Jesús nos invita a la conversión, nos pide arrepentirnos, y lo hace anunciando el Evangelio de su misericordia y dando a conocer que el Reino de Dios, la comunión de vida, de paz, de gracia y de amor entre Dios y los hombres, ha llegado en su persona, en la persona del Rey Clementísimo que al mismo tiempo que nos pide penitencia nos abre los tesoros de la gracia y del perdón. Estos dos aspectos del misterio son inseparables en el Evangelio de Jesús: el anuncio del reino y la invitación a la conversión. Así, al mismo tiempo que nos invita a transformar nuestra vida, nos invita a creer en que Él nos ha traído el perdón, la absolución de la culpa, la remisión del castigo, la sanación de nuestros corazones heridos y la edificación del reino, por eso también nos dice: «¡Creed en el Evangelio!»

Y aquí se realiza el encuentro salvífico entre Dios y los hombres: Dios envía a su Hijo, para darnos la gracia de poder llegar a ser sus Hijos por el Don del Espíritu Santo, salvación que nos abre las puertas del Reino cuando movidos por el amor de Dios creemos en Jesús, en su Evangelio y buscamos vivir en conversión.

Queridos hermanos, confiemos en Jesús, en que su gracia es más grande que nuestro pecado. Confiemos en que él tiene poder para sanar nuestras almas y hacernos vivir en su Reino. Confiemos en que Él nos ha mostrado el rostro misericordioso de Dios nuestro Padre quien ve nuestros corazones contritos y deseosos de seguirlo y los bendice con gracias abundantes, apartando todo castigo y toda deuda, y viendo en cada uno de nosotros el rostro de un hijo amadísimo que está siendo edificado por Jesús, Nuestro Salvador. 

Confiemos en su misericordia que no tiene límites y escuchando su Palabra, llenos de esperanza en el Evangelio de la gracia, cambiemos nuestro corazón, nuestra mentalidad, como nos pide Jesús, cuando nos dice arrepiéntete: («μετανοεῖτε καὶ πιστεύετε ἐν τῷ εὐαγγελίῳ»). Tengamos presente que nuestra vida es corta (1 Co 7, 29), que estamos en camino hacia la eternidad, y que solamente Jesús nos puede llevar al Reino Eterno.

Esto mismo queridos hermanos está significado y realizado en el Apóstol Pablo, de quien se recuerda su conversión un 25 de Enero. A Él también el Señor Jesús fue enviado señalándole su pecado cuando le dijo: «Saulo, Saulo por qué me persigues» (Hch 9, 4), lo invitó a la conversión, le ofreció la gracia en el Bautismo y lo impulsó hacia él, mostrándole el camino para una vida nueva, para el apostolado, instruyéndolo y diciéndole de qué modo lo seguiría por el camino de la cruz.

Él después de transitar este camino de conversión nos invita a no aficionarnos a las cosas de este mundo efímero (1 Co 7, 31), pues todo es pasajero, señalándolos el auténtico tesoro: el Reino de Dios que nos ha dado Cristo Jesús, delante del que todas las demás cosas consideró inútiles (Flp 3,8).

Queridos hermanos, siguiendo el ejemplo de San Pablo y de los santos apóstoles, cambiemos nuestra mente y purifiquemos nuestro corazón, poniendo todo nuestro amor en Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo Jesús y nos ha enviado su Espíritu para configurar nuestra mente con el Santo Evangelio. Hoy Jesús nos invita a seguirlo, como lo hizo con sus primeros discípulos, después de decirnos: «¡Arrepiéntete, cambia de vida, purifica su corazón, cambia de mentalidad, cree en el Evangelio!» nos dice con un amor profundo y lleno de esperanza: «¡Sígueme!»


III DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 25 DE ENERO 2015

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