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miércoles, 6 de febrero de 2013

20. [Ph.] / [S.Th.] La Belleza (IV) de la Fe



El carácter bello de la realidad es ocasión de elevación del espíritu humano hacia el misterio absoluto de Dios, además de mostrar un dato antropológico: el hombre está en tensión constante hacia la belleza, y hacia lo bello. Pero la experiencia de lo bello se da siempre en el encuentro con el ser, que es encuentro con distintas realidades que manifiestan mayor o menor belleza predicamental en cuanto a que realizan en menor o mayor medida el esplendor propio de su
λόγος según el grado de ser en el que poseen la belleza trascendental.

Así de los distintos y múltiples encuentros con lo bello, el hombre asciende hacia la contemplación misteriosa de la Belleza absoluta, de la Belleza en sí. Pero aquí tenemos una grave dificultad porque desde nuestra condición humana podemos entender que existe la Belleza absoluta, que se identifica con el Ser subsistente y Necesario, que es la fuente de toda belleza como es la fuente de todo bien que trasciende las manifestaciones de lo bello de las que somos testigos ... y eso es quizá todo lo que podemos decir. 

Podemos entender que Dios mismo es la Belleza y que posee en sí mismo toda la Belleza sin distinguirse de su ser, que todas las perfecciones que se muestran en la realidad con su belleza característica están en él de modo eminente y en absoluta simplicidad. ¿Pero qué significa esto? Significa que tenemos un conocimiento de la Belleza de Dios "sub specie entis", desde nuestra experiencia del ente, pero cuando pensamos en Dios, no sólo tenemos que afirmar la semejanza, sino también y en mayor medida la desemejanza y finalmente terminar la predicación en la afirmación de la eminencia que es el camino de la mística que se vuelve inexpresable y sólo alcanzable intuitivamente bajo la sombra del misterio. 

Así la luz que nos arroja la realidad bella sobre la belleza absoluta se hace oscuridad cuando queremos contemplar el misterio de la Divinidad, en todos sus aspectos, pero con gran paradoja en su misma belleza. Y con gran paradoja porque hemos dicho que la belleza es la bondad del ser que en cuanto a que manifiesta su propio esplendor al conocimiento en razón de su verdad propia perfecciona al espíritu en su misma contemplación. 

De modo que la belleza es la presencia de la luz propia del bien  que el entendimiento recibe y contempla con gratificación, pero frente a la belleza absoluta nos quedamos en una situación que desborda nuestra capacidad de recepción de luz y nos quedamos como ciegos. Pero esta ceguera no es ausencia de belleza sino presencia de la Belleza inefable del misterio, y frente a esta luminosidad oscura no cabe la anulación sino el silencio contemplativo, en el orden lógico y discursivo pero también en el orden existencial. Este silencio contemplativo está en el vértice de la razón, en el punto más alto de ascensión del λόγος humano, tocando y anhelando una calidez ausente del misterio divino que a tientas puede intuir. 

El hombre asciende desde su ser corpóreo-espiritual, al conocer la realidad en el encuentro con el ser, movido por el ἔρος a través de su espíritu que es λόγος y es νοῦς hasta la altura del mismo Ser subsistente, Bondad infinita y fuente de todo ἔρος, razón y orden, λόγος del cosmos, y cuando parte ex entis a la trascendencia del ser en sí mismo, se queda en silencio. Pero su silencio no significa el fin del movimiento sino el inicio de algo nuevo: la escucha. 

Porque en la más alta elevación del λόγος ahí donde Pascal pondría el corazón y la intuición, no hay muerte sino vida, más aún la vida misma que se eleva se encuentra posibilitada por el mismo Dios a quien asciende y a quien encuentra como el máximo Viviente, por la vía de la participación de las perfecciones. 

Y su vida no consiste en movimiento de auto-perfecionamiento, sino en plenitud de perfección en el espíritu, en el conocer y en el amar, que aparecen como actos vitales en nuestra misma existencia y ahí se predican de Dios mismo de modo eminente no como algo añadido sino como identificándose con su ser. Es propio de la vida del espíritu comunicarse, como es propio del bien difundirse. 

Y aquí se da el paso decisivo. El λόγος del hombre deja de hablar y escucha esperando encontrar una palabra más. Para dejar de pronunciar palabra y escuchar se requiere humildad, no como quien se desprecia a sí mismo, sino como quien sabe que no puede alcanzarlo todo y se dispone a ser alcanzado por el Todo. La razón calla, no porque no se sepa elocuente y magnánima sino porque se sabe contingente y muda frente al más grande misterio que alcanza a tocar y que involucra el sentido del ser, de la existencia y de la vida. Pero su silencio no es pasividad es escucha racional, escucha activa y crítica. Así que tiene que salir de la seguridad de su conciencia para escuchar al otro, esperando una palabra más. Salir de la seguridad de su conciencia implica ir al ámbito propio de las palabras pronunciadas y realizadas: la historia. Ahí ha de renunciar a la evidencia directa y confiar en la evidencia indirecta: el Testigo. Ahí ha de escuchar atentamente las palabras habladas y vividas en la espera de una palabra más  que provenga no del λόγος humano sino del máximo Viviente, y que sea, entonces, Palabra Divina.

Cuando esto sucede, inicia algo nuevo que permite comprender todas las cosas desde una nueva mirada. Y lo primero que aparece es que la escucha que significaba una búsqueda de la Palabra Divina tenía una contraparte prioritaria. La Palabra Divina antecede al λόγος humano y así como la escucha es una búsqueda del hombre a Dios, la revelación es búsqueda en sentido inverso, de Dios al hombre, de Dios que habla al hombre, que se le comunica. Y aquí el λόγος humano no sólo encuentra el λόγος divino, sino que encuentra la razón última del λόγος του κόσμου y se encuentra a sí mismo en un contexto más amplio y profundo.

Cuando se acepta la Palabra divina como revelación, con humildad y reverencia, se le escucha "audire" y se le obedece "ob-audire" no como quien se somete a otro que lo aliena sino como quien recibe de otro un gran don que lo libera, surge como don una mirada nueva sobre la realidad: la fe. La fe radica en la inteligencia, en toda ella, desde su capacidad perceptiva pasando por su potencia discursiva hasta llegar a la plenitud contemplativa. Y mientras que la razón por si misma es capaz de contemplar la verdad y en aquella contemplación la voluntad se goza y se recrea por la belleza que significa el esplendor del ser, la fe aporta una nueva mirada sobre el ser.

La mirada de la fe, ya no será la medida de la humana natura, sobre la que se asimila la realidad como el continente respecto al contenido, sino la ciencia divina, o mejor dicho, la mirada divina. Y es que la fe está en la inteligencia como la gracia en la naturaleza, perfeccionando, sanando y elevando haciendo partícipe de la vida divina. De modo que la fe aporta una luz trascendente que permite contemplar toda la realidad desde la mirada divina, manifestada en su Palabra. Está nueva luz permite contemplar con mayor profundidad la belleza del ser, especialmente del hombre y de su vocación. Pero no sólo ello, sino que la misma fe inaugura un nuevo modo de juzgar los asuntos que la razón se plantea buscando positivamente en la revelación iluminaciones particulares respecto a las cuestiones disputadas.

Así, la fe no sólo posibilita una mirada más profunda de la realidad que sea capaz de desentrañar sus más grandes secretos y contemplarlos en su belleza más profunda, sino que también nos ha de mostrar de modo particular el significado último de la belleza del ser y del hombre en relación a la belleza. De modo que, en adelante, debemos de re-interpretar la investigación precedente sobre la belleza desde el acontecimiento central de la Revelación Divina, la encarnación del Hijo de Dios y el Misterio profundo que nos ha dado: la Trinidad.

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